Por Guillermo Meyer
Este año se cumplen 90 años de la Reforma Universitaria de 1918, uno de los sucesos paradigmáticos de la historia de la universidad latinoamericana. Es verdad que desde entonces el mundo ha cambiado notablemente y muchas cosas fueron quedando en el recuerdo o en estantes de un museo, mientras que nuevos términos se fueron incorporando a nuestro lenguaje cotidiano: internet, e-mail, multimedio, zapping, etc. Pero lo que sigue perdurando, y es fundamental para construir una universidad y un país mejor, es el pensamiento crítico, la generación de ideas, la búsqueda, las inquietudes, el compromiso, la lucha por los ideales. Es por eso que la gesta reformista trascendió calendarios, porque su espíritu, a pesar del tiempo, siempre estará vigente.
La Reforma fue precisamente el fruto del compromiso de integrantes de la comunidad universitaria con el propósito de adecuar obsoletas estructuras universitarias a una nueva visión acerca del rol que debía tener la educación superior, entendida como un ámbito de producción social al alcance de todos y vinculada a la asimilación de una nueva concepción democrática del progreso incluyendo los conceptos de autonomía universitaria, cogobierno, libertad de cátedra, periodicidad de cátedra, gratuidad, extensión universitaria, etc.
Aquellos estudiantes de 1918 fueron claros con respecto al alcance de su movimiento: “los dolores que quedan son las libertades que faltan”, decían en su Manifiesto Liminar. Los reformistas marcaron un camino a continuar por las siguientes generaciones. El reformismo de estos días, además de defender los lineamientos y postulados de hace 90 años, debe ser capaz de encarar con el mismo compromiso, vocación y valentía los desafíos que nos plantea un mundo donde el valor del conocimiento crece a la vez que pocos tienen la posibilidad de acceder al mismo; las nuevas tecnologías que amplían las capacidades del ser humano coexisten paradójicamente con profundas situaciones de desigualdad y exclusión social, deterioro ambiental, crisis políticas, etc. Por eso no evocamos la Reforma de 1918 como un llamado al pasado, sino desde el convencimiento de que las utopías perduran, se regeneran y se comprometen con su cultura y su tiempo.
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